Antes de que los vencejos hubieran ensayado sus primeros gorjeos, él había despertado varias veces, nervioso y y con la ansiedad agarrada a su garganta. Dudó entre incorporarse y mirar el reloj que había dejado sobre la mesita de noche, junto al despertador, o cerrar los ojos e imaginar paso a paso lo que iba a vivir esa singular jornada. La decidida fortaleza de la noche anterior se tornaba poco a poco en triste ternura.
El agua cálida de la ducha le aproximaba a la realidad con cada gota. Se enfrentó sólo un instante a su imagen en el espejo, el tiempo justo de comprobar el pálido brillo en sus ojos, se palpó el bolsillo de la camisa para reafirmarse en que llevaba las pastillas del corazón y se mezcló anónimo entre la gente que, autómata, se dirigía al trabajo. Él llevaba otro camino, pronto abandonó el ruido urbano y comenzó a ver las puntas de los cipreses que delataban el cementerio. A medida que se acercaba notaba más fuerte y acelerado el latido en su pecho. Aunque el paso parecía firme y constante, las ganas por retroceder y huir se adueñaban de su voluntad metro a metro. Pero continuó.
Frente a la puerta disimulada y tétrica, a unos metros de ella, se paró y, como clavado por un peso enorme, permaneció estático hasta que el empleado de la funeraria apareció con la caja que contenía el cuerpo de su nieto.
- ¿Vamos? - le dijo con cara compungida el hombre del uniforme azul oscuro.
- Vamos - le contestó el abuelo, intentando mostrar una voz serena y apretando los ojos contra sus órbitas para no llorar.
Mientras el fuego consumía todas sus ilusiones y se llevaba una buena parte de su alegría, decidió pasear junto a los setos que ocultaban las tapias del camposanto, allí podría llorar sin ocultar sus pequeños ojos. La única vez que se atrevió a levantar la vista del suelo se encontró con una rosa entre el verdor del seto. Su vivo y joven color consiguió arrancarle una mueca parecida a un proyecto de sonrisa. No supo el tiempo que pasó en aquel silencioso trayecto que rodeaba el cementerio.
- Ya está. -Le dijo el hombre del uniforme azul oscuro- aquí tiene.
Y le entregó una pequeña bolsa de tela roja, coronada por un cordón dorado.
- Gracias. -Respondió él, mientras su mano temblona asía con calor y duelo la bolsa.
La introdujo en uno de sus bolsillos y emprendió el camino de retorno a su casa con aire sereno y tranquilo.
Sólo supo que continuaba vivo cuando la brisa secó las lágrimas que le caían por la mejilla, mientras dejaban un surco de agradable frescor. De nuevo, anónimo y ajeno, se mezcló entre la gente que salía del trabajo.